Columnista invitado Armando Orozco Tovar
FUMO LUEGO EXISTO
Por: Armando Orozco Tovar
Al
poeta Nadaista Elmo Valencia
Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar…
Jorge Manrique
Poeta Armando Orozco Tovar |
Iba fumando río
abajo en la chalupa con motor fuera de borda. El Atrato estaba enorme y manso
como dice el poema de Carlos Mazo, aquel poeta de Andes Antioquia, maestro de
escuela varios años en Quibdó donde falleció.
Gonzalo Arango
era del mismo pueblo católico y godo del docente. De una religiosidad
como la mayoría del departamento. Creencia a la que el poeta no escaparía como
del alcohol el autor del “Canto al Atrato” y “Las canas de mi madre.”
Poemas de este libro para mi extraviado pero no de la memoria estos
dos textos. Tenía la pasta negra y verde pero no recuerdo su editorial.
Estaba el volumen en la pequeña biblioteca de mi padre de la época en que
leía libros, porque cuando se volvió gerente no volvió con constancia a hacerlo.
Aunque alguna vez descubrí sobre su cama: Lolita de Nabokov. Los gerentes por
no tener tiempo, sólo leen revistas y periódicos.
El libro de los
poemas de Carlos Mazo estaba con otros en el estante, entre los que se
distinguían: “Los paraísos artificiales” de Charles Baudelaire, que intenté
leer con mis catorce años sin lograrlo. Tenía en el anaquel la colección
del Banco Popular, cuando al capital financiero no sólo le interesaba la usura.
Se los daba su amigo, funcionario de la institución, Hugo Salazar Valdez, el
poeta negro de: “A toda voz”…Otro olvidado de la cultura colombiana.
La chalupa
avanzaba sobre la corriente “aletargada como un gran león adormecido y
manso…” descrita en el poema de Mazo. Iba con el poeta nadaista, que como buen
paisa no sabía nadar ni bailaba… Pero sí orar a sus dioses paganos. Oraciones
aprendidas en su infancia, porque luego en Liceo de la Universidad de
Antioquia, se volvió ateo como pose intelectual leyendo al poeta maldito de
París, y a su seguidor Arthurd Rimbaud, de quien copió su desenfado
sentando en sus rodillas a la belleza. Íbanos hacia Bojayá, la población
bombardeada muchos años después muriendo en ella dentro de su iglesia niños y
adultos, cuando se ocultaban de las garras de la guerra, donde no estaba
dios. Me imagino, que de vivir más el poeta habría hecho un poema o crónica
recordando a Bojayá, que ya hace parte de la enorme lista de niños colombianos
asesinados.
El poeta
no dejó en el trayecto de fumar su Pielroja. El que en veces se le
humedecía entre sus dedos amarillos. Tiempo después en Bogotá, publicó otro
Manifiesto Nadaista: “Fumo luego existo.” Dedicándomelo cuando nos
volvimos a ver en la Carrera Séptima. Esa vez iba de prisa a dejar su columna
al periódico El Tiempo, porque la de Cromos ya la había entregado.
Quedaba atrás
aquel lejano día de abril en que invitados por el arquitecto René Orozco
Echeverry, fuimos a Bojayá, la población situada sobre una de las márgenes del
río Atrato, donde él revisaría algunas escuelas en construcción. Cuando
arribamos la playa estaba repleta de indígenas, dando la impresión que
esperaban a un nuevo Colón. Pero sólo salían al encuentro sin saberlo del
famoso escritor. Eran un montón de hombres, mujeres, niños y ancianos,
engalanados con plumas, monedas pintarrajeadas con achote, que les servía de
adorno y protección contra los insectos. Los varones se hallaban vestidos con
taparrabos y las hembras con parumas. Cubriéndose el cuerpo de la cintura para
abajo dejando los senos al aire. Esto ocurría antes los curas les prohibieran
mostrar en público las tetas.
Gonzalo Arango y
todos quedamos encantados con el espectáculo. Y lo primero que hizo al bajarse
de la lancha, fue intentar hacerle un peinado moderno a una de las cholas, que
de inmediato coqueta lo aceptó sentándose en una butaca de cuero. Tenía
el cabello brillante, grueso y negro con textura, envidiada por muchas mujeres
acostumbradas a las mejores marcas de champú.
Al fondo de la
plaza de Bojayá estaba la iglesia. Hoy monumento contra la violencia. Debía
salir en postales como las hechas a Lidice, la población Checa donde los nazis
asaron vivos, también dentro de un templo a más de un niño, Aquel día los
Emberas salieron de sus tambos en las cabeceras de los ríos, porque un político
tradicional los convocó para darles una fiesta y regalos si votaban por él.
Cosa que nunca ocurrió.
Nunca supe si
Gonzalo Arango escribió algo sobre esta visita a la mártir población chocoana.
Lo que sí sé, es que hizo una crónica titulada: “Chocó, amor en blanco y
negro”, publicada en Cromos con fotos sin crédito del arquitecto.
Según me dijo
esa vez camino al Tiempo, pensaba escribir una novela con el mismo
título. Obra que se quedó en el humo del cigarrillo, cuando un disimulado golpe
de aire lo derribó, como a una mariposa en mitad del río.
Alegría de Pio. 2/26/15/ 8:15 a.m
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