Los 5 Columnistas de la "Semana"
El año del general Santoyo
Por Daniel Coronell
OPINIÓN
La condena a 13 años de Santoyo solo puede significar o que no contó con la defensa apropiada o que la Justicia de Estados Unidos espera más de él.
Cuando se supo que la Justicia de Estados Unidos acusaba al general Mauricio Santoyo de diversos delitos en asocio con organizaciones criminales, el expresidente Álvaro Uribe publicó un comunicado marcando distancia frente a quien fuera por varios años su jefe de Seguridad. Afirmó que Santoyo llegó a la Secretaría de Seguridad de la Presidencia de la República por asignación de la Policía Nacional y del Ministerio de Defensa. (Ver Twitter de Álvaro Uribe).
La verdad es distinta. Uno de los primeros decretos que firmó Álvaro Uribe como presidente fue expedido el mismo día de su posesión, 7 de agosto de 2002, nombrando a Mauricio Santoyo como su secretario de Seguridad Presidencial. (Ver Nombramiento de Santoyo).
La verdad es distinta. Uno de los primeros decretos que firmó Álvaro Uribe como presidente fue expedido el mismo día de su posesión, 7 de agosto de 2002, nombrando a Mauricio Santoyo como su secretario de Seguridad Presidencial. (Ver Nombramiento de Santoyo).
Para firmar esta clase de decretos ningún presidente –ni Álvaro Uribe, ni quienes lo antecedieron, ni quien lo sucedió– han requerido jamás asignación alguna de la Policía Nacional. Tampoco del Ministerio de Defensa. Escoger su secretario de Seguridad es una atribución exclusiva del presidente de la República.
El manual de funciones de la Presidencia no exige siquiera que el secretario de Seguridad sea un policía, puede ser un miembro del Ejército, de la Fuerza Aérea, de la Armada o simple y llanamente un civil que tenga la confianza del mandatario y que acredite uno de los títulos universitarios previstos.(Ver Requisitos).
En el gobierno de César Gaviria, los civiles Fernando Jaramillo y Eduardo Mendoza fueron secretarios para la Seguridad Presidencial. (Nombramiento de Fernando Jaramillo).
El cargo también lo ocupó un oficial de la Armada Nacional, el capitán de fragata Jorge Cepeda Díaz-Granados. (Nombramiento de Cepeda).
Ernesto Samper nombró en esa posición al coronel retirado de la Policía, Antonio Sánchez Vargas, a quien por cierto ascendió honorariamente al grado de Brigadier General.
En un momento de su gobierno, Andrés Pastrana encargó de las funciones de secretario de Seguridad Presidencial al director del DAS de la época, que casualmente era un policía, el coronel Germán Jaramillo. Sin que eso signifique que para ocupar alguno de los dos cargos que desempeñó simultáneamente fuera necesaria su pertenencia a la Policía Nacional. (Nombramiento de Germán Jaramillo).
La reglamentación y los antecedentes son prueba suficientes de la autonomía de los mandatarios para escoger libremente a su secretario de Seguridad.
Lo particular del caso del general Mauricio Santoyo no es solamente que el presidente a quien cuidó afirme ahora que no intervino en su designación, sino que tantas otras personas le hayan dado la espalda cuando fue solicitado por la Justicia de Estados Unidos.
Hace unas semanas el general Santoyo fue condenado a 13 años de prisión después de confesar que delinquió y ayudó activamente a la comisión de delitos por parte de las llamadas Autodefensas Unidas de Colombia. Su periodo de actividad criminal comprende su paso por la Casa de Nariño.
En Colombia ha hecho carrera la idea de que al general Santoyo le fue bien en su negociación con la Justicia de Estados Unidos. Eso tampoco es cierto. Cuando Santoyo se entregó voluntariamente, ahorrándole a los dos países un prolongado proceso de extradición, había hablado con delegados del gobierno norteamericano de pasar ocho años en prisión y no 13 como establece su condena.
Un caso de similar gravedad, el del exfiscal Ramiro Anturi, terminó con una condena a 55 meses de cárcel. Cuatro años y siete meses.
La condena a 13 años de Santoyo solo puede significar o que no contó con la defensa apropiada o que la Justicia de Estados Unidos espera más de él.
La fórmula para rebajar su sentencia se llama la regla 35. Una norma judicial estadounidense que ofrece beneficios sustanciales a los sentenciados que, dentro del año siguiente a la promulgación de su condena, informen sobre delitos de los que tengan conocimiento, hayan participado o no en ellos.
PS: La periodista Claudia Julieta Duque dirigió la investigación del Equipo Nizkor mencionada en la columna ‘El correo del Zar’ publicada hace una semana.
Más duros que Capriles
Por León Valencia
OPINIÓNEs asombroso el esfuerzo que hizo Chávez para aguantar hasta dejar instalado a Nicolás Maduro en la vicepresidencia.
Siempre me ha impresionado la dureza con la que se juzgan acá en Colombia las acciones del gobierno de Venezuela. Desde cuando Chávez asumió el poder la voz de los analistas o de los políticos –con muy contadas excepciones– se ha identificado con las posiciones más radicales y apasionadas de la oposición. Pero esta semana fue la tapa. Mientras el líder indiscutible de la oposición venezolana, Henrique Capriles, asumía con tranquilidad la decisión del Tribunal Supremo de Justicia de validar la continuidad del presidente Chávez y postergar indefinidamente la ceremonia de posesión, acá la mayoría de los comentaristas hablaba de una ruptura del hilo constitucional, de un gobierno de facto, de una grave e insalvable lesión a la democracia.
Y no es que no hubiese algo anormal y controversial. No es normal que un presidente recién reelecto deje de concurrir a su juramento y más extraño aún que mantenga la titularidad del cargo en medio de una enfermedad que augura un desenlace fatal o una imposibilidad física de continuar en funciones. Pero, aún en medio de esta situación fuera de lo común, Capriles reconoce unos hechos indiscutibles: Chávez y el Partido Socialista Unido de Venezuela, Psuv, acaban de ganar con gran ventaja y legitimidad las dos elecciones que definen el poder en todo el territorio nacional. La crítica a la falta de información sobre la salud del primer mandatario o la inconformidad por sus prolongadas ausencias no pueden llevar a soslayar esta contundente realidad.
Las posturas ideológicas han nublado con mucha frecuencia el juicio de los periodistas y los analistas colombianos. Recuerdo vivamente el ambiente que se respiraba en Bogotá y en Caracas a principios de 2003. El editor de El Nacional, Miguel Henrique Otero, me invitó en compañía de Joaquín Villalobos, exguerrillero y brillante intelectual salvadoreño, y del exministro Fernando Cepeda, a participar en varios eventos de reflexión y debate sobre la situación política de Venezuela.
Los principales voceros de la oposición del vecino país abrigaban la certeza de que el régimen chavista tenía sus días contados. La misma percepción tenían en Bogotá buena parte de los líderes políticos y formadores de opinión. Pero un examen desapasionado del arraigo que Chávez empezaba a tener en amplios sectores de la población y una mirada a las divisiones y limitaciones de la oposición permitían vislumbrar que el chavismo tendría larga vida. Después he ido una y otra vez en momentos preelectorales a Caracas y siempre he salido de Bogotá saturado de encuestas e informaciones que vaticinan la caída de Chávez, pero esas impresiones se van esfumando a medida que transcurren los días en la capital venezolana.
También en esta crisis cabe la posibilidad de equivocarse. No pocos le apuestan a una transición traumática en la que, ante la muy probable ausencia de Chávez, sus herederos se destrozan entre sí causando una gran inestabilidad en el país y en la región y en ese escenario de corto plazo la oposición emerge triunfante. Ya le oí decir a una prestigiosa columnista que, a pesar de su enorme habilidad, Chávez no había podido organizar su sucesión.
Todo lo contrario. Es asombroso el esfuerzo que hizo Chávez para aguantar hasta dejar instalado a Nicolás Maduro en la vicepresidencia y decirle a los venezolanos, antes de volar hacia Cuba, que deberían votar por él en unas eventuales elecciones. No es fácil encontrar a un político que antes de entrar a una batalla decisiva contra la enfermedad proclame abiertamente que la mayor probabilidad es la muerte y que en ese escenario él tiene ya un candidato para sucederlo.
Será muy difícil que en las filas del Psuv alguien se atreva a contradecir esta voluntad de Chávez, y también es improbable que en la primera competencia electoral la oposición pueda derrotar a las fuerzas chavistas que han resultado más coherentes y más organizadas que las huestes de otros caudillos de la región. Quizá eso ha visto Capriles. Quizás Capriles ha comprendido que este no es su momento, pero su momento llegará. Entre tanto, sería bueno que algunos formadores de opinión en Colombia no se dejarán obnubilar por sus convicciones ideológicas y políticas a la hora de examinar la situación venezolana.
12 enero 2013
Petro, por ahora
Por Antonio Caballero
OPINIÓNÉl no vino a la Alcaldía para ejercer el cargo de una manera neutral y aséptica. Vino a hacer política, y, más exactamente, agitación política.
Al permitir la elección minoritaria de Gustavo Petro a la Alcaldía de Bogotá por no habérsela jugado en serio por uno solo de sus propios candidatos, las clases dominantes esperaron que él, en agradecimiento, gobernaría con buena letra, sin exageraciones: ya les había hecho el favor de dividir al Polo, y creyeron que además se dejaría ayudar, manejar, y tal vez corromper. No esperaban que viniera a hacer la revolución.
Cuando se puso en esas, se escandalizaron: “¡Nos va a arruinar!” (Las revoluciones arruinan, en efecto).
Sin embargo, los proyectos declarados de Petro no eran fácilmente atacables desde la corrección política de centro que impregna la política colombiana a la vuelta del péndulo de los ocho años de uribismo. Ni el agua subvencionada para los estratos bajos, ni la densificación vertical de la ciudad, ni la traba a la urbanización de la Sabana, ni la terminación de los contratos privados leoninos en los servicios públicos. Ni siquiera la proscripción arbitraria de las populares corridas de toros sobre el argumento, falaz y peligroso, de que los placeres de las élites conducen a Auschwitz. Petro, con elocuencia demagógica (casi todas las elocuencias lo son) y populista (ídem), no se presentaba como un alcalde eficaz, sino como el adalid de los pobres. Equidad, justicia social: otro tanto proclaman el presidente Santos y sus ministros de Hacienda. Los recicladores, los pobres caballitos, las niñas y los niños, los toritos muertos, su propia perrita Bacatá recogida de la calle: la política del Amor: ¿quién se va a oponer a tanta belleza? Por eso, ante la más leve crítica, Petro puede mostrarse como un perseguido político empujado hacia el cadalso. Así, sus enemigos (que los tiene, por supuesto, aunque no lo sean por mafiosos y corruptos, como asegura él) se ven maniatados para atacar su políticas y solo pueden criticar sus métodos. El despotismo: es un tirano. Y la incompetencia: no es un administrador.
Sobre el despotismo, de acuerdo. Ese es su talante. Quien lo definió como déspota fue uno de la docena de cercanos colaboradores que en solo un año se le han ido: secretarios, consejeros, gerentes de empresas públicas, mientras la ciudad se atasca y se desbarata al grado de sus caprichos de emperador romano: tranvías, metros pesados o livianos, teleféricos, TransMilenios, colegios por concesión o sin ella, basuras, renovación de contratos, improvisaciones, ocurrencias. Y su tendencia a gobernar su grey por Twitter, como el papa Ratzinger, que rezuma desprecio hacia la inteligencia de sus gobernados: en 140 letras no cabe ni siquiera la publicidad.
En cuanto a la incompetencia gubernativa de Petro, hay que reconocer que salta a la vista. Pero él no vino a la Alcaldía para ejercer el cargo de una manera neutral y aséptica, como un ejecutivo eficiente con capacidad gerencial medida en términos de lucro capitalista. Vino a hacer política, y, más exactamente, agitación política. Para eso sus instrumentos son, como dije más atrás, la demagogia y el populismo asistencialista, para excitar con ellos la lucha de clases; o más bien –pues estamos en Bogotá– de estratos: con el estrato cero de los zorreros recicladores de basuras como fuerza de choque, tal como puedo verse la noche de la encerrona en las oficinas del acueducto ante Gina Parody. Petro, apóstol de los humildes y, tal como él mismo se define, “altivo ante los poderosos”, no busca la conciliación ni la colaboración, llevando las contradicciones a su extremo, hasta la ruptura. O al revés, como en el episodio de las basuras, al “paso atrás” que reconoció cuando tuvo que renegociar los contratos con los mismo operadores privados que había denunciado como mafiosos y abusadores. Pero al paso atrás, en su retórica, le sumó “veinte pasos adelante”: diez veces mejor que Lenin en sus tiempos. Solo que a Petro le falta la herramienta esencial que tuvo Lenin: un partido. Destruyó lo que quedaba del Polo, y su ala de ‘progresistas’ es una pequeña montonera.
Es posible que esos dos instrumentos de la demagogia y el populismo, financiados por los contribuyentes bogotanos, terminen por darle a Petro la base política necesaria para lanzarse a la Presidencia, como muchos temen: los mismos que le critican el no ser un alcalde serio sino un alcalde populista y demagogo. Pero eso es lo que él desea, y esos son los instrumentos que ha escogido. Por eso, vista desde su propio ángulo, la búsqueda de firmas para una revocatoria que se ha emprendido contra él no puede sino favorecerlo: lo señala de nuevo como la víctima de las oligarquías (o, ya que estamos en Bogotá, de los estratos cinco y seis).
Y si por algún milagro triunfa la revocatoria, o por algún enredo la Procuraduría decide destituirlo, Petro podrá decir como su amigo Hugo Chávez después de su tentativa fallida de golpe contra Carlos Andrés Pérez: que es un paso atrás “solo por ahora”.
Viva Chávez (así muera)
Por Daniel Samper Ospina
OPINIÓNDicen que ha perdido la conciencia. La noticia sería que alguna vez la tuvo.
Siempre he admirado al presidente Chávez y por eso sentí pavor cuando Juan Manuel Santos lo declaró su nuevo mejor amigo. No es por criticar, pero cualquiera sabe el peligro que encarna volverse amigo del presidente Santos. Miren al pobre Uribe, a quien acaban de reabrirle un juicio innecesariamente, porque cualquiera sabe que Uribe ya perdió el juicio. Y miren al buen Chávez, casi alma bendita, protoespíritu en trance sobre cuya muerte se especula todos los días en las redes sociales.
Hace apenas unos meses cantaba victoria sobre su cáncer de recto y se enfrentaba a los dos retos más grandes de su presente: propagar la gran revolución socialista por toda Latinoamérica y evitar la pañalitis. Pero todo es frágil, amigos, y esta vez ni siquiera pudo posesionarse; y hoy por hoy no es claro quién heredará, ya no digamos sus banderas, sino su sudadera, al menos, que será exhibida en el gran museo bolivariano cuando sea menester –dios quiera que no– honrar su gloria.
Aún me parece verlo, enérgico y sobrepuesto a su primera operación. “Este hombre está hecho con la materia de los inmortales”, me dije: “Como el ave Fénix, como Bolívar: como José Galat”. La única queja que emitió cuando se enteró de su enfermedad era conmovedora y humilde: “Dame tu corona, Cristo, dámela, que yo sangro”, imprecaba, ante un Juan Fernando Cristo estupefacto que no tuvo más remedio que ir al odontólogo, efectivamente, para cederle una corona al comandante.
Sin embargo, Chávez resurgió de sus cenizas y se lanzó a las elecciones con más vigor que nunca. “¡Grande, Chávez! –exclamé frente al televisor–: ¡se creció en la enfermedad!”. Y lo decía literalmente: estaba muy crecido, especialmente en el abdomen. La plaza en que inscribió su aspiración parecía a punto de reventar, al igual que su papada. En ese entonces persiguió, con razón, al canal Globovisión, cuyo nombre parecía una burla al tamaño de sus cachetes, y recibió con agrado la blusa de Pipona´s que Santos le envió como gesto de amistad entre los dos países.
Pese a todo, los analistas presagiaban que el comandante iba a verse afectado por la inflación del país. Pero –gloria a dios– sucedió lo contrario: fue el país el que se vio afectado por la inflación de Chávez, y el comandante resultó reelegido. No le hizo mella la escasez de productos que reinaba en Venezuela; ni siquiera el anuncio de que se había agotado el papel higiénico: recursiva, la gente se limpiaba con lo que podía, incluyendo a los líderes chavistas, que lo hacían con la Constitución: finalmente, la Constitución es un mero formalismo.
Resultó reelegido, sí, pero la vida es frágil. Y ahora corren rumores de que el comandante es un precadáver que esconden en La Habana. Algunos afirman que su salud es estacionaria; que incluso ha perdido la conciencia. Pero son malintencionados comentarios de la oposición: la verdadera noticia, en ese caso, sería que alguna vez la tuvo.
Como resultaría paradójico que la ausencia del comandante desate una lucha intestina –ahora que de luchas intestinas él mismo nada quiere saber–, aprovecho este espacio para lanzar una petición al pueblo venezolano: mi petición es que acepten lo que dijo el Tribunal Supremo de Justicia y hagan de cuenta que no sucede nada. Permitan que el comandante siga ejerciendo la Presidencia como está. La salud, si uno lo mira bien, es un mero formalismo. No es necesario que el presidente esté sano. Aún más: no es necesario que esté vivo, como en el caso de Fidel. Chávez puede gobernar su país ya no digamos en estado de sitio, sino incluso en estado de coma.
Seamos francos: ninguno de sus herederos le llega a los talones. Maduro está muy biche, si me celebran el juego de palabras. Y un país que pretenda ser serio no puede permitir que lo gobierne alguien llamado Diosdado Cabello: ¿a quién se le ocurre llamarse de semejante manera? ¡Parece el anuncio de un milagroso remedio capilar! ¿Por qué no lo llaman Regaine, directamente? ¿Quién será el nuevo embajador, el exmagistrado Valencia Copete, acaso? ¿No parece todo una tomadura de pelo? ¿Dónde estaba Cabello cuando el comandante se quedó calvo en la quimioterapia?
Me dirán que alguien que tiene un pie en el más allá no puede ejercer el poder. Pero Navarro Wolff también tiene un pie en el más allá y es de lo mejorcito de la izquierda. Y si es verdad que Chávez necesita estar conectado a un aparato para sobrevivir, qué mejor que ese sea al aparato estatal, que él mismo se encargó de remodelar a su justa medida.
Nadie puede negarlo. En estos momentos el comandante al fin se comporta como un estadista: luce sereno y calmo, como nunca. No da alocuciones eternas; no enriquece amigos; no entona joropos ni comenta sus problemas estomacales en la mitad de un discurso. No persigue medios de comunicación ni abraza guerrilleros; no expropia empresas ni amedrenta opositores. Estamos, amigos, ante el mejor Chávez. Permítanle continuar en ese estado. Me dirán que no está en sus cinco sentidos: nunca lo estuvo. Me dirán que es posible que haya muerto: no importa. De todos modos él siempre se creyó un mandatario del otro mundo. Y estar vivo, en el fondo, también es un mero formalismo.
Sin oposición
Por María Jimena Duzán
OPINIÓNUna democracia sin debate no puede invitar a nadie a que venga a hacer cambios por la vía legal.
En esta semana en que se reanudan las conversaciones de paz entre el gobierno y las Farc en La Habana he estado recordado una frase que pronunció el presidente Santos hace unos meses cuando presentó las premisas fundamentales sobre las que se firmó el acuerdo con las Farc que dio inicio a las negociaciones en La Habana. Palabras más palabras menos dijo que este proceso de paz se diferenciaba de otros porque no ponía en discusión el modelo de Estado y que si las Farc querían cambiarlo, bien lo podían hacer desde la arena de la política legal, una vez se desmovilizaran.
La frase me gustó porque tenía una lógica democrática. Es obvio que en las democracias los cambios se hacen a través de las vías institucionales y que para eso están las urnas y la política. Lo que se le olvidó decir al presidente es que con un sistema político tan cerrado como el que tenemos, en el que prácticamente no hay oposición, esos espacios son muy difíciles de conquistar. A pesar de que Colombia tiene unas instituciones aparentemente democráticas y una Constitución de avanzada en temas como el derecho de las minorías y de los que menos tienen, en realidad seguimos siendo una democracia con serias restricciones, o como decía Mario Latorre mi profesor de Ciencia Política, una democracia cerrada y asfixiante. Es decir, un remedo de democracia.
La prueba de que somos un remedo de democracia es que en este país es imposible hacer política de manera independiente –mire en lo que terminaron Los Verdes, cooptados por la Unidad Nacional– y mucho menos hacerla desde la oposición de izquierda como afirma Santos. Por cuenta de la última reforma electoral que pasó, en la que se elevó el umbral de los partidos, lo más probable es que desaparezca el Polo en las elecciones del año entrante. Para no hablar del capítulo de Petro, quien si bien ha dado papaya, ha sido objeto también de una campaña por parte de un notablato que no termina por aceptarlo.
En la democracia colombiana los partidos de oposición no se fortalecen, como debería sucederles, sino que se van desdibujando. Por eso mientras el PRI floreció en la oposición y hoy está de vuelta en el poder en México, el Partido Liberal colombiano casi se acaba en los años que estuvo por fuera de la casa de Nariño y ahora que ha vuelto a esos pasillos, como un hijo pródigo, va a hacer todo lo posible para aferrarse al poder y evitar volver al asfalto. Para los liberales y los conservadores de hoy la oposición es un escenario casi que indigno. Para no hablar de lo que piensa Uribe sobre quienes la hacen. A lo largo de sus ocho años de gobierno convirtió a la oposición en un brazo armado de las Farc y a todo el que lo criticaba en un auxiliador de la guerrilla.
La única oposición que este sistema tolera es la oposición uribista que en realidad no es sino una escisión de la derecha nacional producto más de una desavenencia personal entre Uribe y Santos que de una divergencia ideológica insondable: los dos quieren el mismo modelo de Estado y solo los dividen pequeños matices: Santos es un político de centro derecha mientras que Uribe se ha ido corriendo cada vez mas a la derecha. A pesar de que los dos están en contra de que sus congresistas sean elegidos con un pie en la ilegalidad, en realidad cada vez que hay elecciones la mafia paramilitar ayuda a elegir a sus congresistas. Y sin que ni siquiera se sonrojen estos son los mismos políticos que le exigen a las Farc hacer política sin recurrir a la combinación de las formas de lucha.
Las Farc son una guerrilla asesina que ha sembrado el terror en el territorio nacional. No comulgo ni con sus secuestros ni con su política de llenar de minas extensas zonas geográficas en donde viven familias campesinas. También es cierto que si se desmovilizan, este remedo de democracia tiene poco que ofrecerles. Y la única forma de cambiar esa ecuación es abriendo este sistema para hacerlo realmente democrático y para que políticos independientes que vengan incluso de la izquierda puedan hacer política y conseguir los cambios a través de las urnas.
Santos tiene ese desafío inmenso: el de demostrar que su Ley de Víctimas y de Restitución de Tierras va a ser efectiva y que esta incapacidad por implementarla y por proteger a las víctimas es transitoria. Tiene que demostrar que sus propósitos por depurar la política son ciertos y que va a trabajar por incrementar la participación de la mujer en esta, para que dejemos de ser el país con menos representación femenina en los cargos públicos de Latinoamérica; tiene que velar porque la tolerancia y la crítica sean una premisa de su unidad nacional para que este unanimismo que se percibe hoy en su gobierno sea flor de un día. Una democracia sin oposición, sin debate, no puede invitar a nadie a que venga a hacer cambios por la vía legal.
<< Inicio