Día de Muertos . Columna de Hector Abad Faciolince
Día de Muertos
Héctor Abad Faciolince |
Ayer fue el día de todos los santos. Hoy es el Día de los Difuntos, o de
Todas las Almas, o más sencillo aún, como dicen en México, el Día de
Muertos.
Por: Héctor Abad Faciolince
En el hemisferio norte la naturaleza parece morir y empieza el
invierno. Aquí en el trópico todo sigue igual: sol y lluvia o sequía;
doce horas de luz y doce horas de sombra. La misma monotonía.
Por
influencia gringa (un virus inoculado a través de los colegios
bilingües), los niños celebran el Halloween y pulula el estridente
anaranjado: el color de las hojas en otoño en un país sin otoño.
Igual
que ocurre con la varicela, que no es grave en los niños, tampoco me
parece grave que ellos se disfracen y salgan a pedir confites. Pero
cuando la varicela del Halloween se contagia en los adultos, tiene
efectos ridículos y dolorosos: se vuelve culebrilla. Pero las tonterías
no dan para hacer escándalos; este soso contagio cultural no es como
para rasgarse las vestiduras, como creen ciertos fanáticos religiosos
que ven en el Halloween una especie de rito satánico.
Hay quienes creen
que así se nos mete —en nuestra sana y limpia cultura cristiana— el
culto de demonios y de brujas. Sí, todavía hay quien cree que las hay, y
hasta las cazarían y quemarían vivas si pudieran identificarlas. La
bobada puede ser peligrosa. Por mí que cada cual haga lo que le salga,
pero para mí hoy es el Día de Muertos y no el de Halloween.
Día de
Muertos, es decir, de lo que importa y de lo que no importa porque al
fin y al cabo una de las pocas cosas que importan es la muerte.
Recuerdo
que un compañero del colegio, Juan José Aristizábal, cuando pasaba algo
grave, soltaba siempre el mismo refrán, con una sonrisa serena: “Más se
perdió en el diluvio”. Él tenía el porte seco, ascético, del estoico
español. Ante una molestia (tener dolor de cabeza), frente a una
adversidad (perder un examen de cálculo), incluso ante una calamidad
(derrumbarse un edificio), Aristizábal sacaba a relucir su antigua
sentencia. Solamente se callaba ante una tragedia (el suicidio de un
amigo, la muerte de un hermano), porque una cosa es ser estoico y otra
ser cínico e indolente.
Siempre me han molestado los aspavientos y
el escándalo frente a los pequeños sinsabores de la vida: que te
rayaron el carro nuevo, que el iPhone se cayó en el agua del sanitario,
que no me dieron la visa o se perdió la cédula el día de las elecciones.
Bobadas. Para mí la medida del espanto empieza más o menos en el cáncer
de páncreas.
La fractura de un pie —en este siglo de ortopedia—, el
vuelo retrasado, o el insulto de un escritor que no tiene otro oficio
que la envidia y la maledicencia, no me parecen mucho más graves que la
picadura de una avispa, sin ser uno alérgico. Cuando hay alborotos en
las redes sociales, y empieza el cacareo por cualquier acto abominable
cometido por algún pecador (que puedo ser yo), recuerdo siempre el mismo
aforismo de Lichtenberg: “He recibido tantos elogios inmerecidos, que
bien puedo soportar una crítica inmerecida”.
Es más, si la crítica
es merecida, con mayor razón se la debe soportar estoicamente (más se
perdió en el diluvio), y admitir el error. A lo que no estoy dispuesto
es a salir desnudo en una procesión, azotándome la espalda con un
látigo, hasta sacarme sangre, como eran las penitencias que exigían los
curas del oscurantismo.
Si cometí el pecado de mirar en público a una
mujer desnuda, y la convertí en objeto, alimentando así el despreciable
machismo latinoamericano, no pienso hacer lo que aconseja el Evangelio:
“Si tu ojo derecho te hace pecar, arráncalo y tíralo lejos” (Mateo 5,
29). De mi vieja religión adoptaré el propósito de la enmienda, pero no
la flagelación pública. No soy sabio ni lo quiero ser y no pienso cargar
con el peso de ser un modelo moral para nadie.
¿Qué importa y qué
no importa? En el Día de Muertos lo sé bien: que sigan buenos y sanos
todos los que quiero, y que no se mueran nunca, o si la muerte se
ensaña, que al menos se los lleve mucho después que yo.
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