CINCO COLUMNISTAS DE SEMANA...
¿Volveremos al espíritu de los curas obreros?
Por León ValenciaVer más artículos de este autor
OPINIÓNEl papa Francisco podría devolverle a la Iglesia ese espíritu que animó a parte del clero en los años sesenta y setenta.
Foto: Guillermo Torres
Estaba con unos amigos del País Vasco, en Vitoria, el día siguiente de la entrevista entre el presidente Nicolás Maduro y el papa Francisco. Les llamó la atención la insistencia del papa en la paz de Colombia. Hablaban con entusiasmo de la preocupación del pontífice por América Latina y de su compromiso con los pobres. No me parecía normal esta admiración en unos prestigiosos historiadores especialmente críticos de la Iglesia. En esa misma conversación habían hecho un largo recuento del ominoso papel del clero en las guerras de España. Habían hablado de las inconsistencias del credo moralista que ilumina el discurso de los papas.
Pero muy pronto entendí cuál era el rasgo del papa que los seducía. Alfonso de Otazu –quien junto a José Ramón Díaz escribió El espíritu emprendedor de los vascos, un largo libro que empieza por aclarar el origen vasco de los antioqueños– habló de la empatía de su tío jesuita con los curas obreros y describió la situación de pobreza y de completa entrega a los pobres en que vivían estos sacerdotes. Dijo que quizás este papa podría devolverle a la Iglesia ese espíritu, ese apostolado, que animó la vida de una parte del clero en los años sesenta y setenta del siglo pasado.
Me llegó al alma esta conversación porque fueron sacerdotes de esta estirpe los que definieron mi vida en los años setenta. Fueron 11 los curas que llegaron a mi región, el suroeste de Antioquia, con el juramento de servir a los campesinos y a los indígenas en la reivindicación de sus derechos, en la conquista de la dignidad, muchas veces pisoteada por la grave injusticia social que reinaba en la zona.
No era un compromiso inocente. Muy pronto supimos que su inspiración venía de la Teología de la Liberación y de las enseñanzas que había dejado la Conferencia Episcopal Latinoamericana realizada en Medellín en el año 1968. Allí la Iglesia del continente anunció su opción por los pobres, allí la vieja Iglesia católica supo que no escaparía a las grandes tormentas políticas que se avizoraban en una región que estaba buscando su destino en el mundo.
Pero con el tiempo comprendí que ese rasgo político, ese enunciado de rebeldía, no era la característica principal de aquellos sacerdotes entrañables. La pasión que dominaba su corazón, era más pura, más profundamente humana. Querían servir a los pobres, querían parecerse a ellos, querían vivir y sufrir sus angustias. Me conmovieron. Me sacudieron. Trastornaron mi vida. No fui el único. No menos de mil jóvenes quisimos acompañarlos.
Empezamos por utilizar los ratos libres del colegio para ir al campo a enseñarles a leer y a escribir a los campesinos y a los indígenas, para ayudarles a formar organizaciones sociales, para engrosar sus protestas contra los abusos de las autoridades y los latifundistas. Después, muchos tomamos la decisión de ir al campo a vivir con ellos de tiempo completo, tal como lo estaban haciendo los sacerdotes y las monjas y los laicos que llegaban de Medellín a proclamar este nuevo evangelio.
Algunas de las actitudes del papa Francisco en estos meses de su pontificado me recuerdan a los curas de mi primera juventud ¡Ojalá que persista en esa vocación! Forjar una Iglesia humilde.
Forjar una Iglesia misionera en el siglo XXI, cuando millones de personas en Asia, África y América Latina necesitan explicación de la exclusión, auxilio en las hambrunas, acompañamiento en la indignación. Esa decisión sublime de estar con los necesitados, con los que sufren, con los que son pisoteados en su dignidad.
La Iglesia colombiana necesita más que nunca el espíritu de los curas obreros, la actitud de aquellos sacerdotes de mi juventud, el compromiso social que hoy asume una legión de sacerdotes en apartados lugares de la geografía nacional; para encabezar la tarea de reparar a las víctimas, para ayudar a reconstruir el país desde abajo, para contribuir decididamente a la reconciliación de los colombianos, para doblar la página de la violencia. Esa noble tarea. Esa generosa tarea.
No la censura moralista, no la censura discriminatoria contra grupos humanos que claman ahora por la igualdad de derechos y por el reconocimiento social. La actitud de Francisco, que tenía en sus labios la pregunta por la paz de Colombia, cuando todo el mundo esperaba alguna participación en la controversia venezolana.
¿A cuánto estamos de una primavera colombiana?
Por María Jimena DuzánVer más artículos de este autor
OPINIÓNA los políticos les importa poco que seamos el único país que vive desde hace más de 40 años en un conflicto que no se ha podido solucionar.
Foto: Guillermo Torres
Viendo lo que está sucediendo en las calles de São Paulo en donde se ha gestado un movimiento de indignados a partir de una chispa que prendió un descontento que los políticos no detectaron, me pregunto, a cuánto estaremos nosotros de que se prenda la nuestra.
Si nos atenemos a la tranquilidad con que la gran mayoría de los políticos colombianos abusa de su poder, la posibilidad de que una primavera colombiana los defenestre se ve muy remota.
Quienes han logrado apoderarse de la salud –la bancada de la salud está presidida nada más ni nada menos que por el presidente del Senado-, están seguros de que serán reelegidos. Quienes hacen política aliados con la mafia paramilitar y fueron condenados, están seguros de que sus familiares serán recibidos en los partidos como ha venido sucediendo sin mayor problema.
Los que se robaron las regalías, los que están vinculados con los escándalos de la DNE y de las pensiones saben que sus curules están aseguradas porque este país siempre los reelige. Lo mismo pasa con los congresistas que maltratan públicamente a los homosexuales, como Gerlein, o con los que les pegan a sus mujeres en la penumbra mientras que posan de próceres ante los micrófonos.
Sin embargo, yo de ellos no estaría tan tranquila. Cada vez hay menos políticos sintonizados con el país real y la mayoría es incapaz de percibir el creciente descontento que hay hacia ellos. Y cuando un político pierde su capacidad de percibir lo que sucede en la sociedad, se vuelve autista: no escucha las críticas, se cree intocable y han sido muy pocos los que han decidido transitar por el camino del autoexamen.
La mayoría, en lugar de depurar las prácticas políticas, sofisticó las corruptas. En los últimos diez años se han dedicado a acabar sistemáticamente con los partidos. Con los nuevos y con los viejos. Fundaron partidos de garaje como La U de Uribe y hasta la izquierda del Polo cayó en esas prácticas oportunistas: se alió con los conservadores de la Anapo y se hizo la de la vista gorda mientras la Alcaldía de Samuel Moreno saqueaba a la ciudad. Los independientes no fueron tampoco la excepción: fundaron un Partido Verde que lo único que tenía de ese color eran los viejos verdes que lo integraban, como me lo afirmó en una entrevista el propio Lucho Garzón.
Los liberales decidieron cambiarse de partidos con la facilidad con que se quita y se pone una camiseta y no les importó votar por un procurador que es la antítesis del liberalismo. Los conservadores ya no saben si son uribistas y todos, los unos y los otros, estuvieron a punto de hacer aprobar una reforma a la Justicia hecha a su medida, que de haber pasado los habría convertido en los grandes intocables.
Pero tal vez la mejor demostración de que la clase política perdió la sintonía con el país es que son contados los políticos que hoy se estremecen cuando ven las dramáticas cifras: a la mayoría le tiene sin cuidado que seamos unos de los países con el índice de concentración de ingreso más alto del mundo según el Banco Mundial; que sigamos siendo uno de los países con el mayor número de población desplazada y que la Colombia rural, epicentro de esa guerra, según la última medición del índice de Gini, hubiera decrecido dramáticamente en los últimos años, lo cual significa que en el campo hay más campesinos pobres que hace diez años. Pero sobre todo, les importa poco que seamos hoy el único país que vive desde hace más de 40 años en un conflicto interno que no se ha podido solucionar.
Dirán que exagero y que sí hay innumerables avances obtenidos en estos años de guerra –qué mejor prueba que el hecho innegable de que nuestra economía creció en medio de ella y de que fue consolidándose una clase media importante que antes no existía–. Sin embargo, todos esos avances son en el fondo retrocesos en la escala democrática, porque hemos crecido como lo hacen las sociedades en guerra, en la intolerancia y pensando que los ciudadanos no son sujetos de derecho sino soldados de una causa.
Hoy, ser de izquierda es sinónimo de guerrillero y los pocos que son de izquierda piensan que los de derecha son todos paramilitares. Ya no significa nada ser liberal ni conservador. Nos hemos alejado de las buenas prácticas democráticas propias de las sociedades que viven en paz y son varias las generaciones que han crecido sin conocerlas.
Si se logra la paz en La Habana y el país empieza a transitar por la normalidad, lo primero que debiéramos hacer los colombianos es no reelegir a esos padres de la patria a los que tan poco les importamos.
La Harley - Davidson
Por Antonio CaballeroVer más artículos de este autor
OPINIÓNLas Farc, tan leguleyas como el establecimiento, sueñan con una Constituyente como dice Iván Márquez que, de niño, soñaba él con una motocicleta.
Foto: León Darío Peláez / Semana
Casi todo lo que proponen ahora los de las Farc en su más reciente decálogo de exigencias “mínimas” es, en efecto, mínimo, y sensato, y fácil de hacer. No es ninguna revolución. Salvo en el sentido, claro está, de que sería revolucionario hacer justicia en Colombia. Pero hablar de hacer justicia no lo es.
De eso se viene hablando, como recordé aquí la semana pasada, desde las leyes de Indias del emperador Carlos V que se llamaron “nuevas” en el siglo XVI. Bastaría con que se cumplieran por fin esas leyes, o, yendo todavía más atrás, bastaría con que se cumpliera el decálogo traído por Moisés del monte Sinaí: no matar, no robar, no levantar falsos testimonios ni mentir, etcétera.
Si así se hiciera, no habría guerrillas ni paramilitares, no habría corrupción, no habría escándalos por acumulación ilegal de tierras en el departamento del Vichada. Hasta el mandamiento de no fornicar sería bueno cumplirlo, a ver si por fin mengua la proliferación insensata de la raza humana que está devorando el planeta.
Volviendo al decálogo de las Farc. Hay en él reclamos elementales, como son los de los puntos 2 y 3: garantías para la oposición y para que los exguerrilleros participen en política, si llega a haber acuerdo.
Hay también inofensivas y pomposas boberías demagógicas en los puntos 5, 7 y 8: estímulos a la participación política y social de las regiones y los entes territoriales; y garantías de participación política y social de comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes, así como de otros sectores sociales excluídos; y estímulos a la participación social y popular en los procesos de integración de Nuestra América.
Y también hay un par de puntos, el 4 y el 6, que exigirían la instauración previa de un régimen de verdad revolucionario: democratización de la información y de los medios masivos de comunicación, y participación social y popular (¿qué querrá decir social, qué querrá decir popular?) en la planeación de la política económica.
Repito lo que he dicho aquí otras veces: desde que aterrizaron en La Habana en un avión del gobierno los jefes de las Farc se comportan como si hubieran entrado en Bogotá a la cabeza de su tropas victoriosas. Como si hubieran ganado la guerra. Tal como cada cual se gasta en la imaginación el premio gordo de la lotería que todavía no se ha ganado, por si acaso se lo gana. Pero si hubiera sido así no estarían en La Habana.
Hay además en el decálogo una vaguedad enorme, la del primer punto: reestructuración democrática del Estado y reforma política. Como quien pide el cielo. Y un punto fundamental, necesario para los nueve restantes, que es el décimo: convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente.
Pero ¿por qué proponen, si no tienen la capacidad de imponerlo, lo que ha sido de antemano rechazado por la contraparte? Porque se están dirigiendo al país por sobre las cabezas de los negociadores del gobierno. Están haciendo política antes de que se pacte su participación en política.
Están usando los medios antes de que se haya convenido su ‘democratización’. Nunca, desde los tiempos del Caguán, habían tenido las Farc tal presencia mediática: la holandesita bonita, el ciego que echa chistes, el barrigón que escupe fuego. Entrevistas, y todas sus propuestas en primera página.
Y usan eso para proponer una constituyente porque, como recordaba Alfonso Gómez Méndez en estos días en su columna de El Tiempo, Alberto Lleras explicó que desde las guerras civiles del siglo XIX “cada guerrillero lleva un proyecto de Constitución en su mochila”. Las Farc, tan leguleyas como el establecimiento, sueñan con una constituyente como dice Iván Márquez que, de niño, soñaba él con una motocicleta Harley-Davidson como la que muchos años más tarde iban a prestarle para una foto en el Fuerte Tiuna de Caracas.
También el gobierno, hay que decirlo, se comporta como si hubiera ganado la guerra. Pero si así fuera, tampoco estarían sus delegados conversando con las Farc en La Habana.
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ACLARACIÓN:
Por mano ajena, la de un señor Álvaro Salazar C., el multimillonario Ardila Lülle le pide al director de esta revista que me ordene (“favor ordenar”) aclarar que no es él el propietario de los ingenios que hicieron la pirueta ilegal de las tierras del Vichada. Siento haberlo confundido en mi columna de la semana pasada con otros multimillonarios. Todos son idénticos.
Por otra parte, le aconsejo al señor Ardila Lülle tomar clases de urbanidad. Y a su amanuense el señor Salazar C. le recuerdo que los nombres propios y los apellidos se escriben con mayúscula.
Señor de vidas y haciendas
Por Daniel CoronellVer más artículos de este autor
OPINIÓN¿Por qué unos empresarios respetables se le midieron a hacer un negocio en contravía de la ley e involucrando una tierra en la que han pasado cosas terribles?
Foto: Jhon Calson
El supuesto ejemplo de productividad agroindustrial en los Llanos orientales está construido sobre una sucesión de crímenes que muchas autoridades se niegan a ver. La gigantesca propiedad donde opera La Fazenda fue escenario de entrenamientos, torturas, desapariciones y asesinatos por parte de los paramilitares.
Además, los predios fueron comprados ilegalmente por allegados a Víctor Carranza y englobados también ilegalmente para crear una hacienda de las dimensiones requeridas para el proyecto. La seguidilla de irregularidades es de tal dimensión que, incluso, uno de los firmantes estampó su rúbrica en un papel cuando habían pasado casi tres años desde su muerte.
Dos investigaciones periodísticas y una de control político no han sido suficientes para que las autoridades tomen cartas en el asunto. Buena parte de los hechos ha salido a flote por el trabajo del portal VerdadAbierta.com, de la Unidad Investigativa del diario El Tiempo y del congresista Iván Cepeda, quien adelantó un debate sobre el tema en la Cámara de Representantes.
La tierra en la que crece el proyecto más productivo de la altillanura sirvió como base de entrenamiento de los paramilitares conocidos en esa zona como Los Carranceros. Esa finca llamada entonces El Brasil era el centro de la operación paramilitar de esa región. Así lo han confesado los paramilitares Deiber Bolaños, alias 520; Delfín Villalobos, alias Alfa Uno; Elkin Casarribia, alias el Cura y Dúmar Guerrero, alias Carecuchillo.
En la casa principal de la finca se acondicionaron habitaciones para que sirvieran de celdas y cuartos de interrogatorio. Al lado funcionaba un taller donde se desarmaban carros robados. Cerca del río fue construida una pista de entrenamiento y un polígono donde se prepararon los autores de varias masacres. Allí pernoctó un grupo que reforzó a los asesinos que vinieron de Urabá a efectuar la masacre de Mapiripán.
Cinco fosas con restos humanos han sido encontradas por la Fiscalía en los predios de la hacienda. Según testimonios entregados a los tribunales de Justicia y Paz el dueño de la tierra ha sido Víctor Carranza y detrás hay una historia de apropiación de antiguos baldíos, es decir de tierras del Estado por las que antes se movían los indígenas sikuani.
Todo empezó en 2007 cuando varios adjudicatarios de baldíos en Puerto Gaitán decidieron otorgarle un a poder a un abogado de Valledupar, llamado Fernandel Alfonso, para que cruzara medio país y fuera hasta una notaría en Villavicencio a englobar sus parcelas con las tierras de un hijo de Víctor Carranza.
Varias de las firmas que aparecen en los documentos de englobe no corresponden con las que figuran en la diligencia de titulación de la tierra. Aparentemente son falsas.
Uno de los adjudicatarios, llamado Segundo Luis Gaitán, le otorgó poder en 2007 a Julio Pérez Niño para que hiciera el englobe. Lo raro es que hay un certificado de defunción que demuestra que Segundo Luis había muerto en diciembre de 2004, casi tres años antes de firmar el poder.
Las tierras no se podían agrupar. La ley prohíbe sumar antiguos baldíos para crear grandes haciendas. Sin embargo, con la firma del muerto, las otras que no coincidían y en franca contradicción con la ley prosiguió el proceso.
Como consecuencia del englobe de tierras, en la misma notaría fue creada una empresa llamada Agualinda Inversiones S.A., cuyos gerentes son un ingeniero llamado Sergei Andrei Poveda y la esposa de Víctor Carranza, doña María Blanca Carranza de Carranza.
Pocos días después de su creación, la empresa de la señora Carranza de Carranza –a través de un contrato de fiducia– le entregó la tierra al Banco Helm. El contrato establece que la propiedad debe ser administrada por La Fazenda del Grupo Aliar, cuya cabeza visible es el empresario bumangués Jaime Liévano Camargo.
El doctor Liévano es empresario avícola. Su firma Avidesa es dueña de Mac Pollo. En su proyecto de La Fazenda está asociado, además, con el grupo Contegral de Antioquia, dueño de la marca de concentrados Finca.
¿Por qué unos empresarios respetables, se le midieron a hacer un negocio con semejantes personas, en contravía de lo ordenado por la ley e involucrando una tierra en la que han pasado cosas tan terribles?
Le escribí un mensaje al doctor Liévano y lo llamé por teléfono para preguntárselo. Hasta ahora no ha respondido.
Mi peor pesadilla (parte I)
Por Daniel Samper OspinaVer más artículos de este autor
OPINIÓNSaludo la resurrección de monseñor Builes y Laureano Gómez, sentados a mi ultraderecha.
Foto: Guillermo Torres
Suenan las notas del nuevo Himno Nacional: Cara al sol. Sobre el atril, el nuevo presidente de Colombia, Alejandro Ordóñez Maldonado, estrena calzonarias y se dirige al país por primera vez. Lo acompaña una mujer rolliza, de palpitante papada, que aprieta contra su traje de novicia a un pequeño indígena.
Es la madre Laura, fórmula vicepresidencial del doctor Ordóñez, quien, antes de comenzar su alocución, reza un padrenuestro en latín: ese será su saludo de siempre.
Colombianos (y colombianas que, esperamos, estén dedicadas a sus labores de hogar, tales como planchar, lavar y atender al hombre cuando llega cansado del trabajo):
De la mano del Señor, asumo el reto de restaurar la patria de la ruina moral en que la convirtieron los abortistas, ateos y homosexuales que por años gobernaron el país, empezando por el presidente Santos, cobardemente exiliado en La Habana. Desde mañana mismo cumpliré con la promesa de dormir en una de las 100.000 cavernas de interés social que entregará mi gobierno, y de posar al día siguiente en suspensorios leyendo el Diario Católico sobre un bidé, para superar su legrado. Corrijo: su legado.
Atrás quedan los días horrendos en que, como procurador general, me vi obligado a sancionar uno a uno a todos los candidatos presidenciales, al punto de que, por sustracción de materia, tuve que asumir yo mismo la Presidencia. Pude haber contrariado las normas constitucionales, es cierto; pero no la voluntad de Dios, que así lo quiso. Mis enemigos saben que tendrán las garantías de rigor durante su confinamiento en los ‘campos de reflexión’, o de regeneración mental, que inauguramos ayer en la guarnición militar de Usaquén con el arresto del exfiscal Montealegre. Que dios los ayude.
Por el mes en que se ‘gestapó’ mi candidatura, fui víctima de matoneo por parte de esas minorías que no respetan la imposición de mis creencias. Algunos de ellos sugirieron que yo hacía parte de cofradías pronazis, y que incluso negaba el holocausto judío, lo cual es falso de toda falsedad.
Porque, para empezar, ¿de cuál holocausto estamos hablando, si nunca hubo tal? ¿Por qué me estigmatizan como extremista de la ultraderecha católica si los únicos estigmas que existen son los del Redentor?
No, compatriotas: si me dejé crecer este pequeño bigote sobre el labio no es por imitar a Adolfo Hitler, como claman, desde el destierro, algunos humoristas miserables, sino para parecerme de algún a modo la doctora Ilva Myriam Hoyos, directora del recién creado Ente Regulador de las Actividades Sexuales, que, con la ayuda del antiguo F-2, erradicará el sexo inane o no reproductivo. Que nadie tema, porque solo perseguiremos a los homosexuales que asuman su condición. Quienes la disimulen ora en su oficio de sacerdotes, ora en sus labores dentro del Partido Conservador, no serán molestados ni siquiera por el Padre Rozo, nuevo director de ICBF.
Algunos piensan que mi gobierno perseguirá a los gais, a los judíos, a los negros e, incluso, a los seres humanos. Pero son fantasías, como el mismo Holocausto. Somos blancos, sí: y blancos legítimos, como lo dicta el fuero militar. Pero respetamos a las minorías, al punto de que habrá cuota afro en el gabinete: el fundador de MORENA ocupará el Ministerio de Trabajo, llamado ahora de Trabajos Forzados. Lo saludo: heil.
Saludo también la resurrección de monseñor Builes y Laureano Gómez, sentados a mi ultraderecha, que dejaron la paz del sepulcro para reincorporarse de nuevo a la vida y trabajar en mi gobierno. (Ambos se ponen de pie y estiran el brazo enmohecido a manera de saludo). Serán los rectores máximos del régimen, y trazarán las políticas del doctor Gerlein, alto consejero para las Minorías y el Alcantarillado; de Fernando Londoño, que asumirá el Ministerio de Lapidaciones, antes de Justicia; y de monseñor Rubén Salazar, nuevo superintendente de Notariado y Registro.
Como es natural, gobernaré con aquellos amigos que asistieron a los diversos homenajes que me han ofrendado en este año. Hablo de René Higuita, por ejemplo, el arquero que entre pase y pase, y porro y porro, se fue volviendo ordoñista. Bienvenido, amigo René. Tape desde el gobierno lo que sea menester. O doña Paula Andrea Betancur, reemplazo en la tierra de Amada Rosa Pérez, que, como todos sabemos, hace unos días ascendió al cielo. O Roy Barreras, mi acólito, cuyo reciente libro de poemas místicos, que generosamente tuvo a bien dedicarme, le valieron el cargo de ministro de Cultura. Su responsabilidad será implementar el programa Quema tu propio libro a lo largo y ancho de toda nuestra geografía.
Hermanos míos: juro por esta biblia ante la que tomo posesión que no haré de Colombia un estado confesional. Truenen las salvas, que inicia una nueva era. Tiemblen los corruptos, salvo los del Partido Conservador. Y la bendición del padre descienda sobre todos vosotros.
Suena Cara al sol. Monseñor Salazar abraza a monseñor Builes. Laureano abraza al presidente. Paula Andrea le pide un autógrafo a René Higuita. La madre Laura entrega el indio al director del ICBF.
Abrí los ojos creyendo que nada podía ser peor.
Y cuando desperté, el procurador todavía estaba allí.
elciberecovirtual.blogspot.com/ Rene Orozco Echeverry . Director/
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