lunes, 16 de septiembre de 2013

UN PATHÉ- BABY PROJECTO, ENTRE LAS RUINAS

Referencias históricas

UN PATHÉ- BABY PROJECTO, ENTRE LAS RUINAS

Por Armando Orozco Tovar





Cuando llegábamos retrasados al Guavito, el  aeropuerto de Cali, para volar al de Mandinga, en Andagoya- Chocó, a pasar vacaciones, ya tenía las dos hélices encendidas… 



"Al tío René Orozco Echeverry, que conoce mejor esta historia" 

                                                                                                                     
                                                                                                                                         
Ese pájaro enorme, gris y metálico, estaba a punto de remontarse sobre el Valle del Cauca, sus montañas y la selva del Chocó. Por sus ventanillas se apreciaban pequeñitos los enormes ríos de la segunda región más lluviosa del mundo, después de Cherrapunji en Cachemira, India.
 
A veces el ave de la empresa LANSA (Líneas Aéreas Nacionales, Sociedad Anónima) se metía desafiante por entre los cúmulos nimbos cargados de agua y electricidad, como si entrara en un círculo infernal. Alrededor de la nave aparecían centellas y truenos, como salidos del tridente de Zeus, el dios mitológico, que cuando vio cerca al Olimpo (Cárdenas) al poeta Belerofonte, montado en su alado Pegaso, que llegaba a su morada celestial para quedarse, mereciendo estar ahí por buen poeta, el tata de los dioses, le lanzó (ni que fuera dueño de Lansa) unos relámpagos, derribándolo a la tierra donde salió.
 
 Bueno, yo a los nueve años de edad, sólo montaba en otro potro alado, rebosante y salvaje,  encabritado, subiendo y bajando  de los cielos, hasta el momento de aterrizar en un potrero con nombre afro- mítico, alusivo al diablo, donde me esperaba mi tía Lilian, que tenía en su rostro un aire a Norman Jean Baker, para luego en una lancha con motor fuera de borda (nada esto tiene que ver esto con el poeta Cobo Borda) remontar la corriente del caudaloso San Juan. 
 
Después de dos horas de viaje la lancha atracaba en el puerto Istmineño, e íbamos entre saludos y preguntas, caminando hasta la casa de los abuelos paternos, que esperaban felices como en otras ocasiones al nieto. 
 
Con mi llegada la abuela María Isabel, lograba un aire de bienestar, mientras el abuelo Orozco, simulaba indiferencia con una mueca de la boca sostenida por un palillo de dientes,  que conservaba entre los labios como resabio mantenido desde la época en que dejó para siempre el cigarrillo. (Llegó a fumar, “más que paisa preso.”) Tampoco, expresaba en su lenguaje antioqueño, ninguna frase de afecto, ni preguntaba por nadie de los familiares de Cali.
 
Sólo tocaba con su mano blanca derecha, manchada de vitíligo, la mejilla del nieto. Luego  por ser la hora de regreso de su oficina al mediodía, se dirigía al comedor donde la abuela como una verdadera generala de cocina, disponía un orden riguroso para que todo quedara perfectamente dispuesto sobre la mesa. Por una ventanilla aledaña al comedor, desde la cocina dos empleadas negras, pasaban las vajillas para el almuerzo.  
 
Todos los presentes permanecían en silencio, en espera, que el patriarca don Pacho, se llevara a la boca la primera palada de sopa, (lo más seguro es que fueran frijoles antioqueños) diciendo a la vez algún gracejo paisa, o trayendo a cuento el suceso noticioso del día.
 
Durante el almuerzo la abuela preguntaba por mí papá, mamá, hermanos, tíos, y otros familiares ausentes.
 
La tía Lilian con su  sonrisa Pepsodent de perfecta dentadura, hacía  el respectivo comentario gracioso, acerca  del viaje desde el Mandinga a Istmina, sin olvidar la queja por tan larga espera desde muy temprano de la aeronave, la cual de chiripa no quedó enredada entre las copas más altas de los árboles… trayéndome sano y salvo del Valle a la selva, donde me sentía un verdadero expedicionario de la África profunda, como  aquellos exploradores vistos en las películas del cine Roma de Cali.
 
Una vez instalado, y en los días subsiguientes vacacionales, me dedicaba a rebuscar por entre todos los rincones de la casona como queriendo encontrar objetos y  fantasmas del pasado. Fue así que llegué a un lugar donde había existido un almacén por los mostradores y sillas desvencijadas, que aún permanecían allí desde principios del siglo veinte, tropezando con los restos oxidados y enmohecidos del Ford de 1920, que el abuelo mandó a traer a Istmina, por allá en el veinticuatro,  para dar vueltas y más vueltas por las dos únicas calles del pueblo, e ir los fines de semana a la "Ceferina" con su familia, a su finca La Graciela  a las afueras del pueblo… O para posar con el pie izquierdo finamente embotinado, como un actor de cine, sobre el parachoques del coche. 
 
También hallé entre las ruinas una máquina Pathé- Baby, Projector, hecho en Francia, por Charles Phaté (1863-1957) en 1910, para pasar películas mudas, que en su cine, debió ser una  verdadera novedad. El hermoso aparato de colección, tenía una manivela, como la que muestra la fotografía tomada de internet, y aún poseía sus carretes con  sus intactas cintas de películas mudas… Como nadie dijo nada, por no conocer el valor de esa antigüedad, yo retocé con la “Baby negrita” todas las vacaciones, lanzando como platillos voladores sus carretes al aire…  Mientras Esperanza, la empleada de toda la vida, escuchaba a lo lejos con rabia por la mención de su nombre, una canción de la Sonora Matancera, entonada por el puertorriqueño Daniel Santos. 
 
¡Mandinga sea! dije, cuando noté que veloces, se pasaron, los dichosos días vacacionales, (la felicidad es así…) recorriendo el pueblo en la bicicleta de la tía Liliam, antes de regresar volando a Cali, en el mismo DC3 de latas grises.
 
Quedaban atrás, cuando llegaba el momento de irse, los fierros del viejo Ford del abuelo, arrumados en lo que había sido un almacén, sus silencios y las frases cortas  sarcásticas, con su eterno palillo de dientes entre los labios…. Los afanes de la abuela para que todo como relojito fino marchara perfectamente. Las obleas de colores,  que hacía en una plancha caliente, y que enviaba a vender con un niño por las tardes. El toque de los valses de Strauss de las cinco, desde las torres de la iglesia.
 
Los “mil jesuses”, como mantra, repetidos insistentemente por las señoras de luto y semiluto, que rezaban los eternos rosarios de las seis de la tarde…. Las correrías infinitas por los corredores de la casa, de la hacendosa Esperancita, cumplidora como ninguna al pie de la letra, las marciales órdenes de la abuela.
 
Ah… y el Pathé- Baby- Projector, francés entre las ruinas, proyectando sus cintas en el  roído telón de la memoria… Todo un rollo de infancia de la película que termina. 

A Esperancita, la eterna empleada de la casa de don Pacho, que nadie supo dónde paró, después de muertos sus patrones.

Elcibereco/René Orozco Echeverry/Editor/Redactor