Un humilde portón para frenar al hampa más despiadada
ELTIEMPO. Bogotá
ELCIBERECO Buenaventura . Col.
10:04 p.m. | 14 de junio de 2014
Un humilde portón para frenar al hampa más despiadada
Vecinos de un barrio de Buenaventura cierran con llave calle principal para bloquear paso a bacrim.
Por: CAROLINA BOHÓRQUEZ Y CHRISTIAN ABADÍACada noche, un portón de madera construido en la calle San Francisco por los moradores del barrio La Playita, en Buenaventura, se cierra con candado, a las 9 p.m., para protegerlos del exterior.
Como si fuera una fortaleza medieval, pero de seis metros de ancho y erigida con materiales sacados de la basura y de los escombros, los aísla de un área sangrienta dominada por los Urabeños, que se disputan el control del territorio con La Empresa.
Las 280 familias que viven en ese pequeño
sector de casas de palafito, a cual más pobre, tomaron la decisión de
convertirse en sus propios guardianes, en una ciudad que vive una guerra
inclemente que solo este año deja una decena de descuartizamientos y
más de 70 muertos.
Hace dos meses, cuando se construyó la
estructura, la comunidad se organizó en turnos de vigilancia desde las 5
de la mañana, hora en la que se abre el portón, hasta las 9 de la
noche, cuando se cierra.
Después, con el candado puesto, es la Policía
la que ayuda a custodiar el ingreso. Así todos pueden estar tranquilos,
en especial después de las 6 de la tarde, sin tener que ocultarse en sus
casas ni cerrar puertas o ventanas.
Uno de los habitantes que está atento a
cualquier persona “extraña” es Pompilio Castillo, uno de los líderes más
antiguos de la calle San Francisco. Dice que ellos solo les prohíben el
paso “a aquellos que reconocen están de parte de las bandas o de los
delincuentes”. Entre mayo y lo que va de junio, los habitantes han
impedido el acceso a unas 15 personas.
“Los resultados han sido positivos porque, por
primera vez, no se han presentado homicidios ni hechos que lamentar.
Creemos que las familias que viven en este sector han podido recuperar
la tranquilidad y sentimos que revive la esperanza de un pueblo”, dice
Orlando Castillo, defensor de derechos humanos en la zona.
A pesar de recibir amenazas por haber
levantado la estructura –12 líderes dicen haber sido intimidados por
teléfono–, la comunidad se siente orgullosa de ser gestora de
‘negociaciones de paz’ con jóvenes vinculados a las bandas criminales,
que en el último año han esparcido una ola de terror entre los porteños,
lo que desembocó, desde marzo, en la militarización de las zonas más
peligrosas de Buenaventura con 2.400 uniformados de la Policía, el
Ejército y la Armada.
“Tratamos de dialogar. Algunos son, entre
comillas, más decentes que otros, pero los últimos que han llegado son
muy violentos y por eso tuvimos que solicitar la presencia de la
Comisión de Justicia y Paz y otra de derechos humanos”, agrega Pompilio
Castillo.
Los pobladores de la calle San Francisco,
muchos de ellos desplazados de la masacre del río Naya, ejecutada por
paramilitares del desmovilizado bloque Calima en el 2001, no hablan de
la paz que se debate en La Habana, sino del diálogo que han sostenido
con jóvenes y hasta menores de edad integrantes de bacrim para lograr
una convivencia pacífica.
Ese nuevo comienzo, relatan, tuvo su día cero
el pasado Domingo de Ramos, el 13 de abril, cuando de la mano de la
Comisión de Justicia y Paz, la fundación Consolidación de la Paz
(Conpaz), la Diócesis de Buenaventura y la parroquia El Perpetuo
Socorro, la calle San Francisco se constituyó en la primera zona
humanitaria del país en un área urbana, con la bendición del obispo de
Buenaventura, monseñor Héctor Epalza Quintero –ese mismo día, cerca de
allí, en la calle Piedras Cantan, del barrio Viento Libre, las
autoridades hallaron en bolsas el cuerpo desmembrado de un hombre.
“No conocíamos qué era una zona humanitaria.
Pero ahora entendemos que es una zona que trae un mensaje de paz, de
tranquilidad y de unión de la gente. Es un proyecto de vida y todos
pueden estar tranquilos. Ya las balas perdidas, como antes, no entran a
las casas”, comenta Pompilio Castillo, que con la gente de la comunidad
también vigila el área costera, pues el barrio La Playita queda en la
parte insular del puerto de Buenaventura.
Un mes después de la creación de esta zona
humanitaria –que fue visitada en mayo por José Miguel Vivanco, director
para las Américas de Human Rights Watch–, se levantó el portón para
marcarle un límite a las bacrim.
“De un tiempo para acá, la violencia se volvió
tremenda en el barrio –continúa Pompilio–. Los muchachos se fueron
desviando. Se escuchaba cuando mataban a la gente acá y la comunidad no
hablaba por miedo. Todavía no lo hace”, sigue narrando.
Había ‘casa de pique’
Otra moradora, que prefiere que la llamen
María, manifiesta que “se han presentado muchas muertes, desplazamientos
forzados y se han visto ‘casas de pique’. Nosotros mismos, en el
barrio, tuvimos que destruir una. Sabíamos que las personas que entraban
no volvían a salir”.
Otros habitantes de la calle dicen que la
misma comunidad de La Playita, un barrio que se fue organizando en la
década de los 90, ha tomado iniciativa no solo para ponerle fin a su
propio conflicto –que cambió de actores armados, pues hasta hace unos
tres años la disputa la sostenían guerrilleros y paramilitares, que
después fueron tomando partido en las bacrim–, sino que también se ha
encargado de buscar la manera de llevar agua y otros servicios, como gas
y energía.
“El Estado municipal no ha colaborado. Tenemos
muchos problemas. No hay empleo y, aunque nos capacitamos, necesitamos a
una persona que nos ayude”, sostienen al unísono.
“Hay personas que siguen con su miopía y creen
que todavía no ha pasado nada en Buenaventura. Y les digo: si no pasa
nada, ¿por qué tuvo lugar la intervención del Estado?. Hay que estar muy
ciegos para no darse cuenta que la realidad del puerto todavía es
crítica y necesita mucha atención, y no solo inversión, sino parte
humana”, dice monseñor Quintero, al mostrarse preocupado porque entre
mayo y los primeros ocho días de junio hubo ocho muertos en la ciudad y
dos personas fueron encontradas mutiladas.
Claudia Mar, moradora que ha vivido 15 años en
ese sector, recuerda que las amenazas han hecho que el silencio y el
miedo dominen a todos. “Los niños casi no salían. La gente cerraba sus
puertas por temor a que en cualquier momento se formara una balacera”,
dice.
Según el defensor Castillo, “los meses previos
a la conformación de la zona humanitaria fueron de miedo y de
escalofrío para la gente que se sentó a reflexionar y declaró su
separación del conflicto”.
Las ‘zonas de vida’ no son nuevas en Colombia.
Estos espacios ya se han adelantado en otras regiones del país. Según
Enrique Chimonja, que acompaña la iniciativa, hay al menos 15 áreas
humanitarias en toda Colombia, algunas de ellas en Riosucio y Carmen del
Darién (Chocó), Dabeiba (Antioquia), y en los departamentos del Meta y
Putumayo, entre otros. La primera del país se conformó en el 2011, en
Cacarica (Chocó).
Chimonja sostiene que la comunidad es la que
solicita las zonas y estas tienen sentido mientras haya un conflicto
armado y un proceso de paz hasta que el Estado retome el papel de
garante de los derechos ciudadanos.
Por ahora, los vecinos de la calle San
Francisco, con carteles alusivos a la zona humanitaria colgados en
algunas viviendas, están atentos del portón, que es más simbólico, pues
su estructura no cubre el ancho de la calzada, y de todo movimiento
sospechoso para entablar, como lo han venido haciendo, negociaciones por
su cuenta en la búsqueda de la paz que tanto anhelan.
“Ahora podemos dedicarnos a que nuestros niños
no sigan los pasos de la gente de las bandas criminales. A nuestro
barrio llegan ahora hasta docentes a enseñar música a los más pequeños
para difundir la cultura del Pacífico con la marimba”, comenta una
habitante.
CAROLINA BOHÓRQUEZ Y CHRISTIAN ABADÍA
Corresponsales de EL TIEMPO Buenaventura.
Corresponsales de EL TIEMPO Buenaventura.
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